Opinión

A 15 años del Plan Colombia

Narcotráfico, contradicciones y perspectivas de cambio

Las vinculaciones entre el narcotráfico y los conflictos políticos colombianos se remontan a los orígenes de éstos últimos, y explican la compleja interdependencia que han mostrado a través de los años.

SAN VICENTE, COLOMBIA:  Two guerrillas of the Revolutionary Armed Forces of Colombia (FARD) stand guard on a highway next to a billboard with propaganda against the US-backed Colombia Plan in San Vicente, Colombia 30 January 2001. AFP PHOTO/Luis ACOSTA (Photo credit should read LUIS ACOSTA/AFP/Getty Images)

De allí que para muchos, la esperanza esté puesta en que la solución de uno de los conflictos pueda moderar sustancialmente el otro. Sin embargo, durante más de cuarenta años, la política colombiana los ha anudado o diferenciado según resultara conveniente.

Aquellos acuerdos políticos de la década del ’60 entre los partidos Liberal y Conservador en Colombia dejaron  afuera a los grupos de izquierda y condicionaron la forma de su crecimiento. Estos acuerdos, asimismo, se inscribieron en un contexto de aumento de la producción de marihuana, que al igual que hoy sucede con la cocaína, estaban mayormente destinados al mercado estadounidense. Ya en esos días, los cultivos ilegales y los grupos de izquierda radicalizados (tales como las FARC, el ELN, el EPL y el M-19) se vinculaban considerablemente, agravándose hacia la década del ‘70 con el estallido de la producción de cocaína y las derivaciones de la Guerra Fría en territorio latinoamericano.

Pablo Escobar, líder del cartel de Medellín

Hacia los años ’80, la violencia alcanzó niveles inimaginables  en Colombia. Los actores responsables de la brutalidad interna parecían fácilmente identificables: el cartel de Medellín, más violento y combativo con la autoridad gubernamental, el de Calidispuesto a infiltrase e integrarse en el aparato de poder, los grupos insurgentes que se financiaban a través de su relación con los cárteles y los paramilitares que comenzaban a crecer en poder también con estrechos vínculos con el narcotráfico.

Ya con Richard Nixon, la guerra contra la droga había sido declarada, y Colombia era una muestra de ello; la violencia iba in crescendo a medida que las persecuciones a los grandes cárteles eran patentes; pero las detenciones de sus miembros más afamados y las extradiciones masivas a los Estados Unidos no hicieron sino complejizar la situación. Los grandes clanes narcotraficantes mutaron en lo que se conoció en los años ’90 como “cartelitos”: circuitos más pequeños y más difíciles de detectar, con líderes difusos y cambiantes que agravaron la violencia e hicieron crecer la delincuencia común.

El Plan Colombia de la Presidencia de Andrés Pastrana es pensado en un ambiente de violencia superlativo con unas tasas delictivas altísimas y una consecuente conflictividad social en ascenso. La proyección inicial indicaba internacionalizar el conflicto, buscando la colaboración de otros actores globales que contribuyeran a la elaboración de técnicas para la lucha contra las drogas. Especialmente se intentaba hacer un llamado a Europa y Estados Unidos, sociedades a las que finalmente iba dirigida la producción estupefaciente colombiana, así como también a otros Estados, buscando combatir el problema en todo su ciclo ( la producción, distribución, comercialización, consumo, lavado de activos, de precursores y de otros insumos, y el tráfico de armas). En consonancia, la perspectiva social del Plan era fundamental: la sustitución de cultivos y la búsqueda de herramientas de competitividad para el sector agrícola constituían los ejes más interesantes.

El Plan final de Pastrana y Clinton representó una clara lucha antinarcóticos y su vinculación con la democracia colombiana (fundamentado en las denuncias de corrupción y el financiamiento de las campañas políticas), pero el escenario mundial post 11/S y las presidencias de George Bush y Álvaro Uribe sellaron la lucha contra un “narcoterrorismo” profesionalizando a las Fuerzas Armadas y dejando de lado la arista social del esquema. Las denuncias por violaciones de los Derechos Humanos por parte de las Fuerzas Armadas colombianas y los desplazamientos forzados de campesinos se multiplicaron.

El criterio belicista con el que se afrontó la problemática de allí en adelante quedó demostrado en la abundante asistencia militar estadounidense, asentándose en bases, aportando radares y asesores de élite a la inteligencia colombiana. Ello, claro está, con la opinable intromisión en la soberanía estatal del país latinoamericano.

A quince años de su puesta en marcha y con las vicisitudes de haber franqueado tres presidencias, el balance del proyecto es tanto objeto de oposiciones como de aprobaciones. Las contradicciones devienen hasta de las mismas estadísticas que usan tanto leales como escépticos a la hora de su arqueo final.

Según los informes de la Oficina de Naciones Unidas para la Droga y el Delito (ONUDC), en 1999 las hectáreas sembradas con coca en Colombia eran 169.000; en 2014 la misma cifra fue de 69.000. Podría concluirse que durante la vigencia del Plan se han reducido 100.000 hectáreas de producción de hojas de coca. Sin embargo, si nos situamos de la orilla de los detractores podemos mostrar que esas 69.000 hectáreas sembradas representan un 44% de aumento respecto a su año anterior, guarismo sumamente negativo teniendo en cuenta que desde 2007 la variable mostraba considerables descensos.

Por otra parte, cabe destacar que el descenso de la superficie sembrada en Colombia se tradujo en un aumento significativo de la producción de pasta base en su vecino Perú, que en 2002 también había firmado un acuerdo de erradicación de los cultivos en un plazo de 5 años con el gobierno norteamericano.  Siguiendo la misma lógica, el Plan Dignidad iniciado en 1997 por Bolivia con la cooperación estadounidense, hizo descender los números en ese país hasta 2002 que la producción de pasta base de cocaína volvió a incrementarse sistemáticamente a la vez que la atención era puesta en la situación peruana y colombiana.

Sin embargo, sí se podría sostener que la tasa de homicidios en Colombia, de 68/100.000 habitantes en el año 1998 –una de las mas altas de Latinoamérica- fue objeto de una considerable mejora hasta llegar a los 25/100.000 en 2015 –semejante a la de Brasil-. Bajas aún más abismales sufrieron las cifras de secuestros extorsivos, atentados violentos y masacres.

No obstante, el descenso de la violencia callejera mostró la contracara de la violencia de por parte de las FFAA. La presencia estatal recuperada en muchas de las zonas controladas por la guerrilla y los paramilitares (que en los años ’90 había alcanzado el 42% del territorio colombiano) pagó el precio de las detenciones ilegales y los desplazamientos forzados, las ejecuciones, las torturas y hasta el suplicio de las fumigaciones masivas con glifosato –recién prohibidas en mayo de 2015-.

Un campesino muestra sus cultivos dañados por las fumigaciones

Sumado a ello, están los intereses geopolíticos de los Estados Unidos en la región, que se sirven de los planes de inteligencia de gobiernos leales como el de Colombia y el provecho de los grandes conglomerados empresariales, en tanto, como sostiene Rolf Uesseler, toda guerra es un negocio, y ésta no sería ninguna excepción.

Así, el Plan Colombia se muestra como las dos caras de una misma moneda en la política de ese país latinoamericano. Para aquellos sectores más antiimperialistas, los 15 años cumplidos no han hecho más que agravar la situación del campesino afectado, no sólo en materia económica y social sino de garantías individuales. Para los defensores políticos del Proyecto, por su parte, los números en descenso hablan por sí solos y la buena relación con la administración de Washington es indispensable para más batallas ganadas contra los narcos.

Acercando ambos extremos, pueden reconocerse logros y fracasos. Tal vez, luego del 23 de marzo, con la desmovilización de las FARC, la política prohibicionista sume más logros en su contador. Pero en diversos sectores políticos y académicos se ha instalado la postura que la guerra contra las drogas se ha perdido de antemano, poniendo en duda el eslogan de Naciones Unidas en el que “un mundo sin drogas “ es posible. De Nixon a hoy el narcotráfico no ha dejado de crecer, de mutar, de instalarse en nuevos espacios y con métodos cada vez más originales.

Interesa a toda Latinoamérica el éxito o el fracaso de planes que se circunscriben a un territorio determinado pero que trastocan realidades y problemas de otras áreas geográficas distantes. Interesa conocer qué funciona y qué no, especialmente en un territorio como la Argentina, que siendo paso de la droga en su camino a otras latitudes ha mostrado un incremento notable de laboratorios ilegales de producción de sustancias diversas, así como de cocinas precarias que inundan de pasta base los suburbios de muchas ciudades. Interesa, más precisamente para saber las conclusiones de la reunión ue mantuvo la Ministra de Seguridad de la NaciónPatricia Bullrich con autoridades de la Drug Enforcement Administration (DEA) y de la CIA analizando la inclusión de nuestro país en centros de fusión de trabajo; fusión de personal de inteligencia local, con agentes norteamericanos.

La sociedad colombiana de la década del ’70 a hoy, ha sido rehén de las bandas criminales pero también de la política abolicionista que no ha sido capaz contener su avance. El amparo norteamericano, a juicio de muchos, no ha sido direccionado de la forma correcta. El nuevo “Paz Colombia” anunciado por Barack Obama y Juan Manuel Santos este febrero pasado y el acuerdo final con la Guerrilla planeado para los meses siguientes otorgan a ese Estado tan sacudido por la cocaína la oportunidad de plantearse nuevas estrategias para recomponer la realidad sin armas.