Argentina y Chile tienen un pasado común cimentado en los lazos de hermandad que San Martín y O’Higgins tejieron en la gesta libertadora del siglo XIX. La Cordillera de los Andes, más que dividir, ha unido constantemente a ambos pueblos miembros de una misma Patria grande. En esa historia compartida han sido siempre más los momentos de unidad soñado por grandes hombres que las diferencias ocasionales u ocasionadas por pequeños hombres mediocres.
Cuatro son los grandes momentos comunes de ambos pueblos en la historia moderna.
El primero de ellos es en 1947. El entonces presidente Juan Domingo Perón firma con su par chileno Gabriel González Videla un acuerdo bilateral donde se reconocían los derechos soberanos de ambos países sobre la Antártida entendida la misma como la proyección natural de Sudamérica. Para la Argentina, esta era una cuestión no menor ya que desde 1833 mantenemos una disputa con Gran Bretaña por su ocupación colonial de las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur. Desde entonces y hasta el presente, con algunas intermitencias, Chile y Argentina han mantenido una Patrulla Antártica Naval Combinada con el objeto de realizar tareas conjuntas de investigación, preservación ambiental y asistencia a las bases antárticas. Asimismo, dicha patrulla es la encargada del cumplimiento por parte de ambos países del cumplimiento del Tratado Antártico que se suscribiría con otras naciones más en 1959.
El segundo momento se propicia en 1953, donde ambos países firman el Acta de Santiago. En ella, los gobiernos de Carlos Ibáñez del Campo y Juan Domingo Perón sientan las bases de una política de complementación económica mediante el aumento de los saldos exportables, la eliminación gradual de los derechos de aduana, la reestructuración de los sistemas de distribución de divisas y el estímulo al proceso de industrialización en ambos países. El objetivo estratégico era establecer la “Cordillera Libre” como paso previo a la unión económica y el anhelo de incorporación de otras naciones sudamericanas. El intento de ampliación de estos objetivos con el Brasil de Getulio Vargas pasaría la historia como el ABC.
Un tercer sueño compartido se rubricaba en el abrazo que Salvador Allende y Héctor Cámpora se propiciaban el 25 de mayo de 1973. Por entonces, la Argentina parecía volver a los días más felices y Chile encaminarse al socialismo.
El cuarto gran momento implicó un sueño aún más colectivo y donde parecía que el conjunto de la Patria Grande retomaba los anhelos de unidad tan presentes en los Libertadores. Nos referimos a la adhesión por parte de ambos países al Tratado Constitutivo de la UNASUR el 23 de mayo de 2008. Este era producto de los nuevos aires soplado en América Latina y en donde sus gobernantes, que, por vez primera desde las restauraciones democráticas, se parecían a sus propios pueblos, podían encaminarse conjuntamente a los festejos respectivos de los doscientos años de independencia.
Por el contrario, cuando el neoliberalismo se instauró en estas tierras sudamericanas de la mano de pequeños hombres mediocres, como lo fueron Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla, la capacidad conjunta de soñar futuros posibles fue trocada por la pesadilla de oscuras dictaduras.
Durante 1978 los dos países, dirigidos por dictadores asesinos de sus pueblos, casi se embarcan en una guerra fratricida por la demarcación de los límites territoriales en el Canal Beagle. Es que los pequeños hombres no tienen ni la capacidad de soñar ni recordar la historia común, por el contrario, responden a intereses egoístas y apátridas.
La guerra se evitó por intermediación del Vaticano, pero la controversia no fue saldada en favor de la Argentina. Juan Pablo II, papa polaco y parte de la entente conservadora occidental junto a Ronald Reagan y Margaret Thatcher, hacía lugar a las islas reclamadas por Chile mientras que la zona marítima en cuestión, un triángulo con un vértice en el extremo oriental del canal Beagle y un lado sobre el meridiano del cabo de Hornos, sería una zona económica compartida por Chile y la Argentina.
Luego de la Guerra de Malvinas, en la cual Pinochet había brindado apoyo logístico a las fuerzas británicas, el gobierno argentino de Raúl Alfonsín lleva adelante una ambigua política de ratificación de derechos e integración territorial. El proceso de desmalvinización de la UCR y el desmantelamiento de toda capacidad defensiva del país en materia militar fue ratificado por los Acuerdos de Madrid (1989 y 1990) como por el desguace del Estado llevado adelante por Carlos Menem. Ambos presidentes, como luego lo fueron Fernando de la Rúa y Mauricio Macri, fueron la encarnadura de la claudicación a cualquier ápice de dignidad soberana.
Por lo expuesto, y en relación del inventario sobre los sueños compartidos de grandes hombres argentinos y chilenos, es que contrasta con ellos lo pedestre de las políticas de los pequeños hombres mediocres a ambos lados de la Cordillera, de los cuales Sebastián Piñera es uno de ellos.
Piñera, quien representa a un Chile conservador, neoliberal, pacato y en retirada frente a un pueblo chileno que vuelve a abrir las grandes alamedas de la democracia, ha reflotado en los últimos días la política nacional chauvinista y expansionista del pinochetismo de antaño. La misma ha tenido apoyo de este lado cordillerano en Patricia Bullrich y Fulvio Pompeo, ambos miembros del PRO e imputados por el presunto contrabando de municiones a Bolivia durante el golpe de Estado contra Evo Morales. Dios no los cría, pero el diablo los junta.
Más que opinar sobre los dichos políticos y los cruces entre ambas cancillerías, esta nota tuvo el objetivo de mostrar que en ambos países se cuecen habas, que hay pequeños hombres y mujeres mediocres, pero que también existieron y existen personas gigantes.