6.17 horas del 26 de noviembre. Con los primeros claros del día, se abría la puerta de la Casa Rosada. Un pueblo en vigilia, pujaba por entrar a despedir a quien le regaló un sinnúmero de alegrías en un desierto de tristezas.
El fuerte desapego con la realidad argentina, quizás afincada en el espíritu fantasioso de quien piensa que la gente que habita nuestro suelo es parecida a la gente que constituye el entorno virtual de quien toma decisiones, empujó a la policía a intentar disciplinar compulsivamente a la muchedumbre para que se mantenga dentro de los márgenes impuestos por un cordón vallado.
Los primeros forcejeos no tardaron en llegar, y la respuesta policial fue arrojar nafta al fuego. Los primeros en la fila comenzaron a ingresar a la Casa Rosada, los empujones, palazos y botellazos duraron unos veinte minutos, hasta que la policía dejó de empujar a la gente, que se acomodó ordenada y voluntariamente en la larga fila que empezaba a extenderse.
Las primeras postales de la despedida de Diego Maradona, en Argentina, con nuestro pueblo masivamente convocado, amenazaba ya desde temprano en convertirse en un nuevo capítulo que postrara el derecho a despedir el tránsito de un ídolo en leyenda.
Camisetas de cuanto club de fútbol existe en nuestro país y mas allá de sus fronteras, rosarios, gorros, bufandas, remeras y cuanto accesorio uno pueda imaginar, acompañaban la fila con la vocación de transformarse en ofrenda a un nuevo integrante del santoral de una religiosidad popular bien argentina.
Muchas de esas ofrendas no pudieron ser entregadas. Muchas lágrimas quedaron pendientes de ser derramadas. Muchas familias regresaron de su extenso y costoso viaje hasta la Plaza de Mayo sin poder despedir al Diego. Todos, sin duda todos, atragantados de bronca. Contra nadie en particular, contra todos en general.
Decisiones incomprensiblemente mezquinas de integrantes de la familia de Diego impusieron las 16 horas como horario de finalización de su despedida. Un último arrebato de mostrar la propiedad sobre el destino de Diego, cuando hace décadas pasó a pertenecer al patrimonio colectivo del pueblo.
Con esa premisa, a las 14 horas la policía de la Ciudad de Buenos Aires pretendió interrumpir la fila para evitar el acceso a la Casa Rosada de cientos de miles de personas que aguardaban desde temprano para poder acceder. Una provocación suficiente que los priva del derecho de escudarse en haber “sufrido agresiones”.
Desde las 14 horas las postales que acompañaron la despedida del pueblo fueron imperdonables. Familias corriendo por la 9 de Julio esquivando balas de goma, motos y palos. Nadie parecía comprender que la respuesta suficiente no era lanzar acusaciones cruzadas sobre responsabilidades ajenas. Lo único que había que hacer era asumir la autoridad de extender el horario de la despedida para asegurar que hasta la última persona que así lo quisiera, pudiera dejar su ofrenda para su héroe.
No ocurrió. Solo se agravó la represión, se desbordó el ingreso a la Casa Rosada y rápidamente, se terminó por suspender la despedida para comenzar con el traslado del cuerpo hasta un cementerio privado, allí donde el pueblo estará privado de visitarlo cuando se le ocurra en ganas.
Diego llegó a Bella Vista cerca de las 18 horas. Una larga caravana policial se encargó de asegurar el ingreso de su cuerpo. El pueblo pujó por despedirlo, y nuevos empujones se sucedieron hasta recobrar la calma.
Caía la noche en nuestro país, y por las calles de Buenos Aires, aún sufrientes por la trunca despedida para miles, la gente deambulaba con camisetas, gorros, barbijo y las ofrendas que no se pudieron entregar. Buscando un poco de paz, ante la injusticia de privarlos de la última lágrima por derramar.
No muere quien no puede morir. Diego consumó su existencia, eso apenas.
Diego peregrinó sesenta años intensos de su vida, abriendo sus alegrías y tristezas, sus debilidades y fortalezas, su amor y su odio, su goce y padecimiento, para que sea vivido en carne propia por todas y por todos.
Ofrendó su vida al escrutinio de los miserables. Regaló su intimidad y fundió su vitalidad en regalo de alegría colectiva. Lo rodearon con tantas mezquindades que esquilmaron sus virtudes y privaron al pueblo de la ofrenda en su despedida. No habría perdón si Dios hubiera muerto.
Pero no, Dios no ha muerto. No puede morir quien trabajó incansablemente para vivir eternamente en la memoria y el corazón de su pueblo.
Gracias Diego, por tanto. Perdón por todo.