Política

La Nación argentina y su democracia fallida

En esta nota, el profesor David Acuña, analiza y expone tres argumentos que colocan a la causa de Malvinas en relación directa con el sistema democrático actual.

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Lugar de partida

La nación no es una categoría abstracta, sino histórica. Esto quiere decir, en primer lugar, que la misma se define por ciertas características comunitarias y culturales situadas en una geografía determinada que la vuelve en relación a otros pueblos y naciones. En segundo lugar, la nación es la superación, la síntesis resultante, de contradicciones y antagonismos de sectores sociales en el cual uno de ellos puede llevar adelante su proyecto político presentándolo como general a todo el resto comunitario (esto es lo que se denomina hegemonía). Y, en tercer lugar, y como consecuencia del punto anterior, una vez constituida la nación, la lucha ya no se da entre diferentes facciones económicas o políticas, sino entre el bloque social-nacional hegemónico y aquel que aspira a suplantarlo de cara al futuro.

 

La independencia económica es la base de la soberanía política

La ruptura de la unidad política imperial española y la consecuente balcanización territorial en el siglo XIX se da en el marco de la expansión industrial y la disputa por el control de mercados y recursos naturales. El devenir de cada nueva república latinoamericana fue similar en su desarrollo posterior: guerras civiles y de facciones hasta el surgimiento de una élite nacional capaz de controlar políticamente el territorio (organización institucional del Estado) y llevar adelante un proyecto de desarrollo económico bajo su dirección (control de los medios de producción y disciplinamiento de la fuerza de trabajo).

Para el caso argentino, esa élite estará conformada por la alianza de los terratenientes de la pampa húmeda y el sector portuario exportador, que con el devenir del tiempo conformaran un único sector social: la oligarquía.

Para que la oligarquía fuera capaz de llevar adelante su proyecto de Nación debió vencer por la fuerza de las armas a quienes le disputaban o ponían en cuestión su legitimidad. De esta forma, a la derrota del federalismo le siguió la guerra de exterminio y policía de Mitre sobre el gauchaje; la destrucción de la experiencia autónoma paraguaya y la conquista de la Patagonia y el Chaco. De esta manera, la unificación territorial, la organización de la estructura estatal y el modelo económico de desarrollo son las resultantes del triunfo del proyecto oligárquico: liberal en lo económico (agroexportador y mercado aperturista); anglófilo en su ideología material (alianza política con la corona británica), afrancesado en lo cultural (eurocéntrico y anticriollo); y, autoritario en el ejercicio del mando y control de la propiedad (la institucionalidad fue el ropaje que resguardaba solamente el derecho de las minorías oligárquicas sobre los sectores populares).

El modelo de desarrollo agroexportador, en cuanto garante de la reproducción social de la propia oligarquía, implicaba que en lo político se requiriera una alianza muy fuerte no solo con el mercado británico (como casi único comprador de las materias primas argentinas), sino, y, sobre todo, concesiones en la esfera de lo político a la corona inglesa. La libre navegabilidad de nuestros ríos, hacer la vista gorda sobre la ocupación de Malvinas, las diversas concesiones a los capitales británicos radicados en Argentina y hasta llegar al triste pacto Roca-Runciman, conformaron el andamiaje de lo que Arturo Jauretche denominó como “estatuto legal del coloniaje”.

De esta manera, el régimen oligárquico sólo trajo bienestar a la propia oligarquía y no al conjunto de la población argentina. O si se quiere expresarlo en términos más claros: el desarrollo material de la oligarquía como sector implicó no solo la sujeción de los sectores populares a la misma, sino la cesión por parte de ésta del ejercicio del poder político soberano a Gran Bretaña. La Argentina, como tal, era una colonia más del Imperio Británico.

Es recién con Juan Domingo Perón que la Argentina va a experimentar un cambio sustancial en su fisonomía institucional y social. La Revolución Justicialista implicó el desarrollo de un proyecto nacional contrapuesto al oligárquico liberal. Y es, desde el punto de vista cronológico el segundo proyecto nacional llevado adelante desde la finalización de las guerras civiles del siglo XIX, pero claramente, sus arquitectos y beneficiarios fueron los sectores populares.

Efectivamente, el nacionalismo popular, como una de los basamentos ideológicos del justicialismo encontró en el movimiento obrero organizado y en los sectores industrialistas del ejército, los cuadros adecuados para llevar adelante el proceso de industrialización del país. La nacionalización de los depósitos bancarios, el control estatal sobre el comercio exterior y la nacionalización de los servicios públicos fueron el andamiaje donde el justicialismo construyó un modelo de desarrollo industrialista capaz de garantizar por primera vez en nuestra historia la independencia económica, y, con esta, la real soberanía política.

Es bueno remarcarlo: sin proceso industrial no hay posibilidad de desarrollo económico independiente (ni ayer, ni hoy). Y sin éste, somos incapaces de “ser Nación”, de tener soberanía política.

El justicialismo, entre 1946 y 1955 fue el proceso más radical de transformación efectiva de nuestro país. En el mismo, los cuadros obreros, del ejército y de la pequeña burguesía industrial, se expresaron en la dirección del Estado construyendo una nueva institucionalidad (Constitución de 1949) con claros beneficiarios del modelo industrialista de desarrollo: los sectores del trabajo (obreros y patrones – privados o estatales – por sobre los dueños de la tierra). Esto, conjuntamente con la acción social reparadora del Estado y la Fundación Eva Perón, fueron la base de la Justicia Social redistributiva.

El justicialismo, entonces, implicó la ruptura de los lazos de dependencia colonial con Gran Bretaña (enemiga histórica de nuestro país) al mismo tiempo que se bregó por la no-alineación automática con las potencias centrales de turno (EEUU y la URSS), el rechazo a incorporar al país como socio del FMI y la búsqueda de la unidad sudamericana (“continentalismo”, ABC).

 

La negación de la Nación

Si la Revolución Justicialista implicó la industrialización para lograr independencia en lo económico y la soberanía en lo político, los golpes cívico-militares de 1955 y 1976 se hicieron bajo el signo de la negación de la Nación, puesto que provocaron la vuelta a las condiciones de subordinación nacional para con el capital extranjero.

Las chimeneas industriales que se levantaron con Perón se destruyeron bajo el signo del desarrollismo primero y el liberalismo después, pues ambos llevaban en su ADN ideológico la valorización de lo foráneo por sobre lo autóctono nacional.

La negación de la Nación implicó también la revancha oligárquica dando mano a atentados terroristas, bombarderos, proscripción, fusilamientos, encarcelamientos, torturas, censura, exilios forzados, desapariciones, y demás vejámenes sobre el pueblo argentino. Pero, como mueca del destino, al mismo tiempo que la oligarquía desempolvaba los viejos métodos violentos con los cuales había edificado su primer Estado, empezó a involucionar en lo moral y cultural. Y donde supo tener, aunque con signo elitista a un Mitre o un Lugones, verdaderos intelectuales de la derecha patricia, hoy los vemos trocados por un Macri, un Manes o un Milei, verdaderos papanatas sin bagaje intelectual o atisbo de coherencia alguna.

 

Malvinas y la democracia fallida

La guerra de Malvinas fue una gesta patriótica contra un enemigo imperialista llevada adelante por lo mejor que tiene un pueblo: su juventud en armas. No me voy a detener en las cuestiones que hacen al oficio militar, ni hacer una disquisición sobre si contábamos con los saberes y pertrechos adecuados para ganar en el campo de batalla, pues hay sobradas investigaciones al respecto. Pero sí deseo hacer tres puntualizaciones que colocan a la causa de Malvinas en relación directa con el sistema democrático actual.

En primer lugar, Malvinas es la causa nacional principal porque atraviesa prácticamente toda nuestra historia como república independiente. Y más aún, si uno se retrotrae en el tiempo a nuestra etapa como virreinato español donde Gran Bretaña tuvo intenciones claras de conquistar estas tierras de Sudamérica. Es por esta cuestión, que desde 1833 el enclave colonial británico nos impide lograr nuestra integridad territorial. Es justamente, que por esta condición de sufrir la ocupación de nuestro territorio que ha vuelto repulsivo en lo moral, inestable en lo político e inviable en lo económico para el conjunto de la población, que el primer proyecto de ordenamiento de alcance nacional se basara en la alianza entre la oligarquía argentina y el capital colonial británico. La causa de Malvinas no prescribe en el tiempo porque la ocupación sigue sucediendo, lo mismo que lo hace la perfidia de aquellos sectores que no dudan en seguir priorizando negocios con el usurpador que a combatirlo por todos los medios.

En segundo lugar, la guerra de Malvinas fue en sí misma una gesta de liberación porque enfrentó en el terreno bélico al usurpador colonial. Sin embargo, la lucha por la liberación del territorio fue conducida por una clase cívico-militar incapaz de avanzar hacia un verdadero proceso de liberación nacional porque era imposible hacerlo convocando a las grandes mayorías populares que venía reprimiendo desde 1976. La estructura político-estatal con la cual se quería dirigir al pueblo en una gesta patriótica no estaban pensadas para un proceso de lucha anticolonial, sino para la represión interna. Los procesos de descolonización a lo largo de la historia moderna prueban de que no se puede encarar un proceso de verdadera independencia con estructuras armadas pensadas más en clave de represión policiaca que de fuerzas armadas anticoloniales.

Y, en tercer lugar, la derrota militar en Malvinas que aceleró la caída del régimen militar implicó la restauración democrática de 1983 pero bajo el signo de la colonización ideológica. Alfonsín, Caputo y Armendariz construyeron el relato de que la guerra había sido llevada adelante por una junta militar con la intención de perpetuarse en el poder, y, que, manipulando el sentir patriótico del pueblo había lograba desviar la mirada sobre el conflicto bélico aliviando sus presiones para una restauración del sistema democrático. De esta manera, la cúpula de la UCR, que no había hecho nada en lo más mínimo por combatir a la dictadura, se presentaba como los campeones de la democracia. He aquí, la tara política de pensar a Alfonsín como el padre de democracia, cuando en verdad, solo fue el cambio de posta de los intereses antinacionales. Intereses que se manifestaron en la convalidación de la deuda externa contraída por un gobierno carente de legalidad para hacerla; en el freno al juzgamiento de los responsables y beneficiarios económicos del golpe de 1976; en su programa económico antiobrero; en el reduccionismo metodológico con el cual se quiso igualar el terrorismo de Estado con las organizaciones guerrilleras; y en la aceptación de las exigencias británicas (OTAN) que devinieron en la firma de los Acuerdos de Madrid posteriormente.

El corolario de todo este proceso se completa con el Pacto de Olivos y la Reforma Constitucional de 1994 que traducen en términos políticos-institucionales la aceptación explícita de una Argentina colonial que debe volver a los niveles de desarrollo económicos y sociales previos a la Revolución Justicialista. ¿O acaso Menem no implicó el triunfo repremarizador de la economía diseñado por José Alfredo Martínez de Hoz? ¿O acaso la reforma constitucional del 94 no implicó la convalidación jurídica que la pelea por restaurar la Constitución de 1949 había llegado a su fin? Y peor aún, en un éxtasis orgásmico de progresismo centralista, la reforma transfirió los recursos nacionales de la Capital Federal a la élite política porteña. Porque si hay algo claro en toda la historia nacional es que la Ciudad de Buenos Aires se construyó con el esfuerzo de todo el país para el disfrute porteño, o por lo menos de un sector del mismo.

Y llegamos al presente con una muestra clara que con la democracia que se supo conseguir no se come, no se educa ni se tiene salud, la zoncera alfonsinista nos ha signado una democracia fallida. Luego de décadas donde el sector primario exportador crece, se concentra y se extranjeriza, la deuda social interna no se ha solucionado. Un tercio de nuestra población tiene graves problemas para acceder al alimento viviendo en un país productor de alimentos; lo mismo para acceder a la vivienda o la tierra para ser trabajada siendo el octavo país del mundo con mayor superficie.

El país que se jactaba en tener un sistema educativo público y de vanguardia en América Latina y donde las élites mandaban a sus hijos a la universidad pública para ser formadas como cuadros dirigenciales, hoy asiste a un verdadero apartheid educativo donde los ricos dan cuenta de un sistema privado y el resto de la población accede a educarse según su nivel de ingreso y geografía. Ya no existe la Argentina de “mi hijo el Doctor”, hoy, para el pueblo argentino la educación como ascenso social no es un camino por la simple razón que el contexto económico no permite pensar en eso. La escuela y la universidad como grandes niveladoras social está completamente en crisis y se ha dado paso a un clasismo educativo.

Clasismo educativo que se verifica en lo económico. Mientras una minoría social crece en sus ingresos el resto de la población se dirime entre un sector con salarios básicos por debajo de la línea de pobreza y un resto social que vive de la asistencia del Estado ya en su tercera o cuarta generación. La cultura del trabajo como principal organizador social se ha perdido.

La Argentina posdictadura aún no cuenta con una clase política, empresarial, militar y religiosa capas de volver a pensar en clave nacional en términos colectivos. Posiblemente haya sido Néstor Kirchner, tan solo un hombre, que en cuarenta años haya vuelto a poner sobre el tapete del debate político la necesidad de abordar los grandes temas nacionales: soberanía, modelo de desarrollo con trabajo, la política como acción transformadora y la unidad sudamericana, fueron los trazos gruesos de su legado.

 

Reconstruir la Nación

No es exagerado decir que el movimiento obrero sindicalizado es el único sector social que no siendo parte del sistema de explotación capitalista ha sabido no solo combatir al Capital, sino en proponer soluciones a las recurrentes crisis en nuestra historia, presentar programas de desarrollo que incluyeran al conjunto de las clases y sectores sociales en términos de una misma comunidad nacional, y se atreviera a pensar que otro mundo es posible.

Los programas de La Falda (1957); Huerta Grande (1962); 1 de mayo (1968); los 26 Puntos para la Unión Nacional de la CGT (1986); como las acciones llevadas adelante por el MTA y la CTA, son muestras que los trabajadores en tanto sujetos sociales organizados, son como señalara Evita, “la Patria misma” pues alberga en ellos no solo el fuego por concretar todo aquello enarbolado por las revoluciones pasadas, sino que llevan implícitos la semilla del porvenir.

En los momentos más aciagos de nuestra historia ha sido el movimiento obrero el único capaz de convocar al conjunto del pueblo a la acción con una propuesta transformadora de la realidad y con un mensaje de futuro. Cualquier intento de reconstrucción nacional debe partir del reconocimiento de este hecho y entender que sin la intervención del movimiento obrero en la dirección de todas las esferas de organización social no es posible pensar algún tipo de cambio positivo, ya que somos los trabajadores (ocupados y desocupados) los grandes perdedores de esta democracia fallida.