Internacionales

Las promesas y peligros del Papa Francisco

Para comprender al Papa Francisco - su propósito, su programa y sus posibles dificultades - es útil pensar en lo que le ha estado ocurriendo a los judíos de la ciudad de Nueva York.

El Papa Francisco despertó el interés en muchos católicos.

Por Ross Douthat. Traducción de Ana Vallorani

Desde la década de 1950 en adelante, la población judía de Nueva York se redujo, entre medio de la suburbanización y la asimilación. Pero en los últimos 10 años, las cifras comenzaron a incrementarse nuevamente, aumentando un 10 por ciento entre 2002 y 2011.

 

Pero este crecimiento ha sido casi totalmente entre judíos ortodoxos. Las poblaciones conservadoras y reformistas continuaron descendiendo, al igual que la práctica religiosa judía.

 

Como resultado, la comunidad judía de Nueva York está cada vez más polarizada, con más judíos en el extremo más tradicional del espectro teológico, más judíos completamente separados de las instituciones representativas de su fe ancestral; y cada vez menos judíos que observen desde algún lugar en el medio. Lo que ha pasado en Nueva York está sucediendo a nivel nacional: un reciente estudio de Pew encontró un patrón similar de crecimiento entre los ortodoxos y una similar disminución de la práctica religiosa y la afiliación en el resto de la población judía estadounidense.

 

Esto no es sólo una historia judía. Ha sido la historia de la religión en Occidente durante más de 40 años. Los grupos más tradicionales han sido relativamente resistentes. Los cuerpos de modernización más liberales han perdido miembros, dinero y moral. Y la cultura en su conjunto se ha vuelto cada vez más desconectada de la fe organizada. Todavía hay un centro religioso hoy en día, pero no es la institucionalidad judeo – cristiana de la forma en que lo fue en 1945. En cambio, es definido por los sacerdotes no denominacionales, como devociones «espirituales pero no religiosas » y herejías antiguas reinventadas como auto-ayuda.

 

En los últimos tiempos, este proceso de polarización ha tenido un aire de inevitabilidad. Puedes ceñirte a una fe tradicional en la modernidad tardía, me parece, sólo en la medida en que te separes de la corriente principal estadounidense y occidental. No hay término medio, no hay un centro que se sostenga por mucho tiempo, y el intento de encontrar uno conduce rápidamente a la aceptación, la deriva y la disolución.

 

Y aquí es donde entra el Papa Francisco, porque gran parte de la emoción alrededor de su pontificado es en respuesta a su evidente deseo de rechazar esas alternativas (de auto- segregación o entrega) en favor de un compromiso casi frenético con el caduco mundo católico, post- católico y no católico.

 

La idea de este compromiso (de una «nueva evangelización», una «nueva primavera» del cristianismo) no es una idea novedosa para el Vaticano. Pero el estilo y la sustancia de Francisco se dirigen mucho más agresivamente a un mundo que a menudo se desconecta de sus predecesores. Su desmitificación deliberada del papado, sus entrevistas con medios seculares y religiosos, sus llamados a la experimentación dentro de la iglesia y su tono suave en temas (aborto, matrimonio gay) donde la religión tradicional y la cultura están en agudo conflicto: estos no son cambios doctrinales, pero son cambios estratégicos claros.

 

John Allen Jr., uno de los más sagaces observadores del Vaticano, ha llamado a Francisco un «Papa del centro católico», situado en algún lugar entre los rigoristas de la iglesia y los progresistas que episcopalizan la fe.

 

Sin embargo, la importancia de este posicionamiento va más allá de catolicismo. En palabras y gestos, Francisco parece estar decidido a reconstruir, o recuperar, el tipo de centro que no ha logrado mantener la gran fe occidental.

 

Hasta ahora, por lo menos ha ganado la atención del mundo. La cuestión es si esa atención se traducirá en un verdadero interés en el mensaje religioso subyacente del Papa o si la cultura simplemente lo reclamará para sí (¡por fin, un Papa que no condena nuestro entusiasmo!) sin provocar inspiración en considerar realmente al cristianismo de nuevo.

 

En la reacción incierta a Francisco de muchos católicos conservadores, se puede ver el temor de que la segunda posibilidad sea más probable. La ansiedad no es porque el nuevo Papa esté a punto de cambiar radicalmente la enseñanza de la Iglesia, ya que parte de ser un conservador y católico es creer que ese cambio no puede suceder. Más bien, ellos temen que el centro del que se está tratando de apoderar se desmorone debajo de él, porque el abismo entre la cultura y la fe ortodoxa es simplemente demasiado inmenso.

 

Y les preocupa también que hemos presenciado algo como esta estrategia anteriormente, cuando el énfasis de la iglesia en la era de los ´70 sobre la justicia social, la improvisación litúrgica y el estilo casual-fresco tuvo resultados decepcionantes: no generó un compromiso rico en la cultura moderna, sino una rendición de esa cultura a las manifestaciones «Me Decade», produciendo liturgia de mal gusto, iglesias desagradables, la teología de Jonathan Livingston Seagull y bancas vacías en última instancia.

 

Francisco parece familiarizado con ese peligro, como lo demuestran sus advertencias contra una iglesia que simplemente «se convierte en una organización no gubernamental,» o en contra de reducir el cristianismo a «tomar un baño espiritual en el cosmos.»

 

Pero la prueba de su enfoque en última instancia será de carácter práctico. ¿Crecerá la iglesia o se estancará bajo su dirección? ¿Su estilo conseguirá sólo admiradores ocasionales, o va a ganar conversos, inspirar vocaciones, crear santos? ¿Va a cambiar realmente el mundo, o simplemente dar a lo mundano otra excusa para cerrar los oídos al mensaje moral de la iglesia?

 

Lo sabremos por sus frutos; pero no por un tiempo todavía.

Fuente: The New York Times, EE.UU.