Opinión

Por Pablo Tonelli, economista

El tipo de cambio y la productividad

La pregunta a responder es cómo puede revertirse la necesidad de un tipo de cambio diferenciado que proteja a la industria y con ésta al empleo.

Incrementar la productividad, de  la mano de incorporar tecnología local es una tarea ardua y de largo plazo no reductible a falsas dicotomías ni eslóganes publicitarios.

El tipo de cambio relaciona países y espacios con muy diferentes productividades, sobre todo en el sector industrial, clave del desarrollo y el empleo. Por ejemplo una hora de trabajo en FORD MOTORS en EEUU genera mucho más valor que una hora trabajada en FORD MOTORS  en la Argentina,  dada su superior infraestructura, su dotación de capital  y su más elevada tecnología, lo que también genera notorias diferencias salariales porque  se paga un trabajo más complejo.  Una estructura productiva desequilibrada como la Argentina, con un sector agrícola que produce a niveles próximos a la productividad internacional y un sector industrial rezagado necesita compensar esa diferencia local e internacional con un tipo de cambio diferenciado para permitir su desarrollo, un tipo de cambio que proteja a la industria de la competencia externa y permita la colocación en el exterior de productos elaborados.

La teoría económica convencional de matriz ortodoxa sostiene la existencia de “tipos de cambio de equilibrio” en los que se iguala la oferta y la demanda de divisas, cuyos fundamentos encuentra en la llamada paridad del poder adquisitivo (ppa) y la denominada paridad descubierta de intereses (pdi). La paridad del poder adquisitivo compara los precios en cada moneda de una canasta de bienes y su evolución medida por los indicadores que registran la inflación (índices de precios al consumidor) bajo el supuesto de que bienes idénticos deberían tener el mismo precio, o oscilar en torno al mismo precio en todos los países. Como el tipo de cambio compara precios del mismo bien expresado en diferentes monedas, el cociente entre estos precios determina el tipo de cambio y la mayor o menor inflación que hace crecer o decrecer dicha relación indica si un bien está “barato” o “caro” en relación con su precio teórico, la paridad del poder adquisitivo.

Sin regulación y control del tipo de cambio por la autoridad monetaria el tipo de cambio de la Argentina tendería a la paridad del poder adquisitivo (ppa) porque estaría fijado por la productividad del sector agrícola exportador como tendencia de largo plazo.

En la coyuntura opera, siguiendo el análisis ortodoxo,  la paridad de intereses, que basa su análisis en considerar que el movimiento internacional libre de capitales “arbitra” entre las tasas de interés vigentes en el mundo, buscando colocarse y obtener un rendimiento mayor allí donde un país o región paga una mayor tasa de interés por sus colocaciones. El tipo de cambio se mueve en dirección opuesta a la tasa de interés. Cuando un enorme flujo de capitales ingresa a un país emergente, por ejemplo, el precio de su moneda tiende a bajar y caso contrario a subir si los capitales egresan.  Este movimiento se está verificando en la actualidad en Turquía y Brasil.

La no regulación del mercado cambiario deja a una economía relativamente pequeña y dependiente como la Argentina expuesta a las consecuencias de que las únicas actividades productivas  rentables sean las actividades agro exportadoras, la minería  y algunos insumos industriales de uso difundido, así como a los vaivenes espasmódicos del ciclo económico internacional y los movimientos de capitales.

La pregunta a responder es cómo puede revertirse  la necesidad de un tipo de cambio diferenciado que proteja a la industria y con ésta al empleo. En esto hay que ser precisos y cuidadosos porque el tema es complejo. Como afirman Fabián Amico y Alejandro Fiorito “ Ciertamente, el TCR (tipo de cambio real) puede tener un rol –junto con otras políticas específicas- en la mejora de la sustentabilidad externa del crecimiento de largo plazo, en la medida en que contribuya a la diversificación de nuestras exportaciones y facilite la sustitución de importaciones.” En ausencia de tales políticas, un tipo de cambio real alto sólo mejora la rentabilidad del sector exportador tradicional colocándose por encima del valor en que estas exportaciones ya son rentables y protege a una industria que carente de escala y atrasada tecnológicamente basa su rentabilidad en la rebaja del costo salarial en dólares de los trabajadores.   

Como consecuencia de la última devaluación esta discusión se torna pertinente. Se trata de tener un tipo de cambio que sea consistente con un incremento de largo plazo de la productividad industrial, el que logra profundizando inversiones por obrero ocupado, aplicando desarrollos tecnológicos de base nacional, profundizando la estrategia de sustitución de importaciones, trunca a mediados de los setenta y débilmente retomada en la década actual y logrando exportaciones industriales de complejidad tecnológica.

La debilidad de la política industrial genera dos grandes riesgos de cara al futuro. El primero es que existen formas no deseadas de lograr incrementos de la productividad (tomando lo deseado como la  generación de valor agregado local y de mejores salarios y empleos)  y el segundo es el retorno del pensamiento ortodoxo de las ventajas comparativas de la Argentina, asociadas a la producción agro exportadora que se expresan en la fórmula “no necesitamos una industria cara e ineficiente, concentrémonos en la producción primaria y su eventual industrialización “.

Respecto a lo primero sigo a Javier Lindemboim, un especialista argentino reputado en temas de empleo, salarios y productividad. Afirma Lindemboim que “la productividad laboral es el rendimiento que posee, en términos de productos terminados la mano de obra”  la misma “satisface la necesidad social de disponer de una mayor cantidad de bienes”. Explica a su vez que no todo incremento de la productividad se debe a “cambios tecnológicos producidos por la inversión en el capital empleado, ya que también puede aumentar por una mejora en los métodos de producción sin que haya variaciones en el capital”. Métodos, que, afirmo yo, intensifican el uso de la fuerza de trabajo. O sea que si un incremento de la productividad “no es acompañado por un incremento en la misma proporción de la masa salarial se produce una disminución de la participación asalariada en la distribución del ingreso”. En los contextos de alta inflación argentinos esto ha sucedido de manera recurrente, agrego. Por último, “si al crecimiento de la productividad no le sigue un aumento del volumen general de la producción se produce una disminución de la ocupación, ya que se requieren menos empleados para producir lo mismo que antes”. Este es otro riesgo de los procesos devaluatorios y la alta inflación que los siguen. Todos estos, problemas actuales.

En relación con el segundo riesgo tomo como referencia las recurrentes columnas de opinión y una última publicación de Jorge Castro, ex Secretario de Planificación Estratégica de Carlos Menem, las que me llevan a la reflexión sobre los riesgos de instalación pública de la necesidad de asumir otro modelo de desarrollo. Recuerdo aquì un comentario del economista Ricardo Aroskind, que rememoraba a Guido Di Tella, tan afecto a las metáforas, quién había expresado en tiempos del menemismo,  que el peronismo, que Cooke había definido como “el hecho maldito del país burgués” debía constituir “el hecho burgués del país maldito”.

Jorge Castro, un teórico de la posibilidad del “hecho burgués” sostiene que “sólo lo inmediatamente competitivo en el plano internacional puede crecer y desarrollarse de una manera sustentable” Y saca de la crisis de 1997 de las economías asiáticas la conclusión del fracaso “en el intento de crear artificialmente ventajas competitivas en sectores productivos en los que no existían previas ventajas comparativas capaz de sustentarlas”. Obviamente la misma conclusión se aplicaría al proceso de sustitución de importaciones de Argentina y otros países, la que pone en boca de Justin Lin, vicepresidente del Banco Mundial y teórico del desarrollo chino, quien afirmó “que la sustitución de importaciones, no sustentada en las ventajas comparativas, sólo pudo existir con la protección gubernamental, los subsidios generalizados y el cierre de la economía” , lo que provocó a su entender, “profundas distorsiones, sobre todo rentas parasitarias y una amplia corrupción”.

A partir de estas premisas, Jorge Castro afirma que “Las ventajas comparativas pueden ser de tres tipos: los recursos naturales, la mano de obra abundante y un alto e interesante desarrollo científico tecnológico” China se desarrolló sobre la base de la mano de obra abundante y barata, Argentina deberá hacerlo sobre la generación de valor agregado a su producción primaria, más específicamente a toda la cadena agroalimentaria.

El espectacular boom de los precios de las materias primas y la demanda sostenida en el largo plazo de China constituyen el eje del planteo que sostiene que en Argentina debe acentuarse la producción agropecuaria, fuente de nuestras ventajas comparativas, industrializarlas, e importar el resto de los bienes industriales que las “señales de mercado” no convaliden, consecuencia lógica de esta opción.

No obstante aquí sigue operando el tema de la sustitución de importaciones, incluso en una estrategia centrada en generar valor agregado para la producción primaria ya que el riesgo de la restricción externa no se evita. Algo que el trabajo de Castro pasa por alto. De qué forma?

La tecnología que ha hecho posible la revolución de la productividad del agro, particularmente del agro pampeano, es una tecnología patentada por una multinacional, Monsanto, con la que el sector agrícola ha mantenido una fuerte controversia sobre el costo de su utilización. La producción trasnacional de tecnología abarca agroquímicos y fertilizantes y una amplia gama de conservantes, gelificantes y otros insumos de la industria alimentaria local, que es una de las industrias más deficitarias en su balance de divisas debido a los patentamientos y la importación de insumos y equipos.  Las tareas de investigación y desarrollo local en este sector es aún endeble para sustentar la expansión productiva local con empleo de tecnología y técnicos y trabajadores argentinos.  El desarrollo de la producción alimentaria a través de un mayor valor agregado es prioritario, claro está, pero no elude el problema del atraso tecnológico ni los otros condicionantes estructurales de toda la industria.

Concentrarse en expandir el sector agrícola exportador firmemente, eliminando las retenciones por ejemplo, no sólo incrementaría los costos de la canasta de consumo popular y reduciría los ingresos fiscales sino que  incrementaría el déficit de la Balanza Comercial por la mayor importación de semillas, agroquímicos, fertilizantes y de equipos vinculados a la industria local que realiza desarrollos comprando patentes, insumos y equipos, tal como ocurre hoy con la industria en general. Y la mayor exportación del sector sólo compensaría el uso de divisas para importar todos los otros bienes industriales que “sin señales de mercado” directamente favorables  dejarían de producirse.  

Incrementar la productividad, de  la mano de incorporar tecnología local es una tarea ardua y de largo plazo no reductible a falsas dicotomías ni eslóganes publicitarios. Un ejemplo para terminar: La argentina posee una de las industrias más competitivas del mundo en la producción de limón, jugos y aceites esenciales. La pectina de limón, un aditivo utilizado como regulador de la acidez y refuerzo del sabor, aroma y color, que es utilizado por la industria alimentaria mundial en toda su extensión, bebidas, aderezos, mayonesas, jaleas, jugos, mermeladas, panificados, etc., no se ha logrado producir localmente a escala industrial. La multinacional líder del sector compra su producción de cáscara de limón, el insumo esencial, en Argentina y la industria alimentaria local importa la pectina del mercado internacional. Los procesos de mayor valor no se realizan en la periferia. Este es el desafío a afrontar para mejorar la productividad agregando valor y trabajo local.

Por Pablo Tonelli, economista