Opinión

El conflicto infinito

Invisibilizado en los últimos años debido a los levantamientos de la denominada Primavera Árabe y al surgimiento del Estado Islámico, el conflicto entre israelíes y palestinos volvió a cobrar protagonismo.

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Por Mariano Yakimavicius

Durante mucho tiempo las noticias sobre Medio Oriente se refirieron casi con exclusividad al conflicto palestino-israelí, al punto que ambos conceptos se asociaron hasta transformarse en sinónimos para la opinión pública global. Sin embargo, en los últimos cuatro años y como producto de los hechos provocados por la llamada Primavera Árabe, la guerra civil en Siria y el surgimiento del Estado Islámico o ISIS, la histórica pugna fue desapareciendo del tope de la agenda de los medios masivos de comunicación. Sin embargo, el conflicto persiste y en los últimos días volvió a aparecer en una versión atípicamente violenta.

Tras un período de relativa tranquilidad, la puja entre ambas comunidades comenzó a escalar luego de algunos choques suscitados a mediados de septiembre en la mezquita de Al Aqsa, un sitio de Jerusalén sagrado para los musulmanes. Esos enfrentamientos habrían sido propiciados por rumores sobre un presunto plan de Israel para modificar los viejos acuerdos para la gestión del lugar, con el objetivo de permitir a los judíos más acceso al complejo de la mezquita. Pese a que el gobierno de Benjamín Netanyahu desmintió los rumores, comenzó una ola de apuñalamientos contra israelíes y disparos contra palestinos. Como consecuencia, las autoridades israelíes anunciaron que las casas de los palestinos involucrados serán demolidas y que sus familias perderán el derecho de residir en Jerusalén, y también procedieron a establecer puestos de control a la salida de varios barrios de Jerusalén Oriental. Lo atípico, es que los jóvenes atacantes palestinos, no tenían antecedentes extremistas y pertenecían a familias relativamente acomodadas. Hay quienes piensan que el motivo de los ataques tiene que ver en realidad con que otra generación se está dando cuenta de que sus perspectivas de futuro se paralizarán por las injusticias que supone la ocupación de los territorios palestinos a manos de Israel.

La violencia se desparramó velozmente y los palestinos iniciaron su primer “día de la ira” en la ciudad Belén, situada en Cisjordania, donde jóvenes se enfrentaron a pedradas con las fuerzas de seguridad israelíes. Como no podía ser de otro modo, la violencia se extendió también a la frontera con la Franja de Gaza.

Unos días antes, el presidente de la Autoridad Nacional de Palestina, Mahmud Abbas, había anunciado que los palestinos se desvinculaban de los Acuerdos de Oslo, aquellos firmados a comienzos de los años noventa con el objetivo de regularizar los vínculos entre ambas comunidades de manera permanente. El argumento de Abbas es comprensible, los israelíes nunca respetaron los acuerdos acabadamente y se comportaron en los territorios palestinos como una potencia extranjera ocupante.

La impotencia

La pensadora judía Hannah Arendt sostenía que la violencia se funda en la impotencia. Pocas sentencias son tan ciertas y tienen tanta capacidad para explicar el sustrato del conflicto entre palestinos e israelíes. Mientras los últimos pudieron construir un Estado soberano que los acogiera, los primeros no tienen nada todavía. La postergación indefinida del establecimiento de un Estado palestino independiente, la construcción de asentamientos de colonos judíos en Cisjordania y la barrera de seguridad en torno a ese territorio -condenada por la Corte Internacional de Justicia de La Haya- además de la muralla en torno a la Franja de Gaza, son solamente algunos de los motivos de la impotencia de los palestinos devenida en violencia.

Es menester repasar las principales diferencias entre ambas comunidades.

La cuestión territorial. Los palestinos demandan que su futuro Estado se establezca de acuerdo a los límites fronterizos previos a la Guerra de los Seis Días de 1967, reclamo que Israel rechaza porque implicaría devolver tierras ya ocupadas. Desde esa guerra, los territorios palestinos fueron dramáticamente cercenados hasta quedar circunscriptos a Cisjordania y la Franja de Gaza.

La ciudad santa. Israel reclama la soberanía sobre Jerusalén. La ciudad es sagrada tanto para judíos, como para musulmanes y cristianos. Sin embargo, los israelíes la reclaman como su capital desde que tomaron el segmento de ella asignado originalmente a los palestinos, es decir, Jerusalén Oriental. De hecho, los palestinos quieren que Jerusalén Oriental sea su capital.

Los asentamientos judíos. Se trata del establecimiento de viviendas, ilegales de acuerdo al derecho internacional, construidas por el gobierno israelí en los territorios palestinos ocupados tras la guerra de 1967. En Cisjordania y Jerusalén Oriental hay más de medio millón de colonos judíos. Las autoridades israelíes han utilizado deliberadamente los asentamientos como un factor de presión sobre los palestinos.

Los refugiados. La Organización para la Liberación de Palestina (OLP) sostiene que los refugiados palestinos son más de diez millones, aunque los registros de las Naciones Unidas afirmas que son menos de la mitad de esa cifra. Los palestinos afirman que tienen el derecho de regreso a territorios de lo que actualmente es Israel. Las autoridades israelíes sostienen que permitirles volver destruiría su identidad como Estado judío.

Quién es quién

Las alianzas internacionales juegan un rol decisivo en este conflicto interminable. No es una novedad que el gobierno de los Estados Unidos es el aliado fundamental de Israel. Ambos países son socios militares, e Israel es uno de los mayores receptores de ayuda estadounidense, la cual llega bajo la forma de subvenciones para la compra de armamento. Además, el lobby israelí en los Estados Unidos tiene un poder insoslayable y la opinión pública estadounidense es la única en el mundo que es mayoritariamente favorable a la postura israelí. Posiblemente esto suceda porque en ambos países se alimenta de manera deliberada la política del miedo. Miedo hacia el otro, hacia lo diferente. El miedo se alimenta deliberadamente sobre la idea de que el otro sólo aspira a la propia destrucción. Idea falsa por cierto.

También se alienta la identificación entre israelíes y estadounidenses como blancos constantes del terrorismo internacional. Es por estos motivos que resulta virtualmente imposible para un presidente estadounidense quitarle apoyo a Israel. En la actualidad, los vínculos entre Barack Obama y Benjamín Netanyahu no son los mejores, pero los Estados Unidos continúan siendo un sólido aliado de Israel.

Por el contrario, el pueblo palestino no tiene apoyo directo y abierto de ninguna potencia internacional. En la región, Egipto dejó de apoyar a la organización Hamas, tras la deposición por parte del ejército del presidente islamista Mohamed Morsi, de los Hermanos Musulmanes, históricamente asociados con grupo palestinos.

Mientras que Siria e Irán y el grupo libanés Hezbolá son sus principales apoyos y aunque su causa genera simpatía en muchos sectores, en términos generales esa simpatía no se traduce en hechos.

Debe señalarse además que la Franja de Gaza se encuentra gobernada por Hamas y Cisjordania está bajo el mandato de la Autoridad Nacional Palestina, dominada por la organización Al Fatah. Estas divisiones internas entre los propios palestinos no los favorece en modo alguno.

Sin final

Se teme que esta nueva escalada de violencia concluya en un nuevo levantamiento o “intifada” palestina, como sucediera en la década de 1980 y al comienzos de este siglo. Todo es posible. El proceso de paz está prácticamente muerto. Sin embargo, los ataques de las últimas semanas no parecen estar organizados, sino que más bien parecen ser reacciones de enojo -e incluso de desesperación- de algunos palestinos de manera individual. Una vez más, la impotencia que cunde entre los palestinos deviene en violencia. Aunque los ataques fueron celebrados por algunos grupos militantes, el líder palestino Mahmud Abbas expresó que los palestinos no están interesados en una escalada de violencia.

Para que el problema de fondo pudiera encontrar vías de solución, deberían suceder demasiadas cosas al mismo tiempo. Los israelíes tendrían que aceptar la existencia de un Estado palestino soberano que incluya a Hamas, levantar el bloqueo sobre la Franja de Gaza y las restricciones de movimiento en Cisjordania y Jerusalén Oriental. Los grupos palestinos deberían renunciar a la violencia armada y reconocer al Estado de Israel. Deberían alcanzarse acuerdos razonables en materia de fronteras, asentamientos judíos y retorno de refugiados.

Suponiendo que todo lo anterior pudiera resolverse, quedaría pendiente la soberanía sobre Jerusalén, considerada su capital tanto por palestinos como por israelíes. Sobre la Ciudad Santa quizás debería intervenir la comunidad internacional, adoptando alguna decisión comprometida, como por ejemplo la de poner un paraguas internacional y convertir a Jerusalén en un territorio de valor universal administrado por la ONU. Aunque se hace difícil pensar en satisfacer políticamente una situación con una impronta cultural y religiosa tan fuerte. Y más aún, pensar en que la ONU fuera a adoptar una decisión tan comprometida.

Nada indica que los líderes políticos de unos y otros fueran a ponerse de acuerdo. Nada sugiere que el proceso de paz vaya a retomarse. Las principales potencias globales se encuentran disputando otros conflictos más relevantes para ellas.

Al conflicto entre palestinos e israelíes le sucedió lo peor que podía sucederle, se naturalizó. Se hizo infinito.