La primera colonialidad
Entre 1542 y 1824 se fue conformando en nuestro continente el sistema administrativo colonial destinado a suministrar a la corona española bienes y productos obtenidos bajo mano de obra servil, esclava o de explotación salarial. Éste se sustentaba sobre tres premisas fundamentales.
La primera de ellas implicaba el control monopólico por parte de la metrópoli del intercambio comercial entre América y Europa, donde el manejo de los precios relativos a las exportaciones e importaciones permitió a las clases dominantes europeas su enriquecimiento y desarrollo a costa de explotar trabajo americano.
La segunda premisa implicó la inserción subordinada de los sistemas productivos americanos, y de las relaciones sociales que los mismos establecieron, al mercado mundial hegemonizado por Europa Occidental. De esta forma, América favoreció la acumulación originaria del capital que Europa requería para su desarrollo y expansión de las relaciones de producción capitalistas a escala mundial.
Y, por último, el establecimiento de un pacto colonial entre las clases dominantes europeas y las élites locales. Estas élites americanas devendrán con en el tiempo en verdaderas oligarquías conformadas en su doble aspecto de clase propietaria de los medios de producción y explotadora de trabajo humano, como así también en la capa estatal burocrática que garantizara la concreción de los mandatos imperiales en territorio americano.
Unidad Continental o Pacto de Dependencia
Una vez derrotadas las fuerzas militares realistas se abrió para las fuerzas revolucionarias un tremendo desafío: gobernar. Es entonces que Bolívar convoca al Congreso Anfictiónico de 1826 en Panamá con el objetivo de establecer una confederación de Estados hispanoamericanos como garantía de consolidar la independencia. De la convocatoria puede inferirse que la confederación implicaba: a) establecer una unión defensiva y de mutua ayuda ante agresores extracontinentales; y, b) establecer un órgano de consulta permanente con los mecanismos jurídicos adecuados para resolver controversias entre los nuevos Estados.
Del Congreso participaron en forma efectiva tan solo cuatro Estados: Perú (que por ese entonces incluía lo que hoy es la actual Bolivia), la Gran Colombia (Ecuador, Colombia, Panamá y Venezuela), México (que era el doble de su territorio actual antes de la anexión norteamericana) y América Central (Costa Rica, Nicaragua, El Salvador, Guatemala y Honduras). Chile y las Provincias Unidas del Río de la Plata no mostraron interés real y no enviaron delegados. Bolívar, al igual que San Martín antes, sigue sosteniendo la tesis de la unidad como aquella condición indispensable que garantice el futuro hispanoamericano.
Gran Bretaña fue invitada a participar y lo hizo en calidad de observadora. Bolívar pensaba al respecto, como lo había hecho en su momento Moreno o San Martín, que Gran Bretaña podía llegar a contrapesar los intereses que España, apoyada por las naciones integrantes de la Santa Alianza, pudiera tener en una eventual reconquista. La política de contrapeso entre las naciones europeas tenía larga data en el tablero del poder occidental, por lo cual, la forma de pensar de nuestros Libertadores no era inusual en ese contexto. Al enterarse de la invitación cursada a Gran Bretaña, la actitud porteñista del gobierno de Las Heras cambió radicalmente queriendo enviar delegados. Los cuales nunca llegaron, pero marcan esa actitud servil y genuflexa de la mentalidad portuaria. Buenos Aires, seguía siendo, el bastión de lo que alguna vez Abelardo Ramos denominó como “la pandilla del barranco” por haber amasado fortunas y estatus a partir del contrabando o negocios amañados con los mercados europeos, particularmente el británico.
Con respecto a Estados Unidos, Bolívar mantenía una mirada de recelo por considerarlo un vecino problemático con apetencias expansionistas y ávido de ocupar el lugar bacante que dejaba la corona española. Francisco José de Paula Santander, a cargo del gobierno de la Gran Colombia, sin aceptar las indicaciones de Bolívar termina cursando la invitación al presidente norteamericano, pero el delegado del país del norte no llegó a tiempo para participar del Congreso.
El sueño bolivariano de una Hispanoamérica unida termina fracasando por el sabotaje de las oligarquías regionales más propensas al establecimiento de nuevos y mejores vínculos con el mercado mundial y las potencias de turno que en la prosperidad de sus propias repúblicas. Para las oligarquías, liberales en lo económico y conservadores en lo político, que generaron su poder y crecimiento a partir del control de los recursos naturales exportables (minería, ganado, cereales, cueros, azúcar, caucho, etc.), la idea de una unión hispanoamericana atentaba contra sus intereses sectoriales.
De esta forma, el proceso revolucionario quedaba clausurado, la balcanización continental era ya un hecho y las nuevas estructuras republicanas edificadas a imagen y semejanza de sus élites garantizarían la inserción subordinada del territorio latinoamericano a al mercado mundial. Este es el origen de la estructura dependiente de nuestro Continente, nuestra falta de desarrollo, desocupación, democracias de baja intensidad y contar con los índices de desigualdad social más altos del planeta, tienen su pecado de origen en el pacto de dominación entre las elites nativas y el capital imperialista.
Panamericanismo yanqui
La política estadounidense hacia América Latina se orientó desde finales del siglo XIX a tratar de consolidar su hegemonía hemisférica a partir de la constitución de una Unión Panamericana con base inicial en una unión aduanera. La mirada norteamericana, basada en la búsqueda de beneficios para su industria y comercio era muy diferente a la concepción bolivariana o sanmartiniana que anteponía la idea de libertad política e igualdad social.
El panamericanismo, impulsado desde entonces por los Estados Unidos, tiene sus raíces en la “Doctrina Monroe” y en el “Destino Manifiesto” explicitado por James Knox Polk. La primera de ellas, bajo el pretexto de evitar la intervención de las potencias europeas en la reconquista de las antiguas colonias hispanoamericanas, buscaba afianzar en la región sus propias pretensiones expansionistas. Lo cual, en verdad colocaba sobre el tapete una disputa de intereses entre Washington y las metrópolis europeas al inicio de la fase imperialista del capitalismo. La segunda de ellas, derivación retorcida, racista, protestante ultramontana y violenta de la primera, no es más que la justificación de la expansión territorial y verdaderos actos de piratería perpetrados por Estados Unidos sobre las naciones soberanas latinoamericanas.
Hay un largo historial de la agresión imperialista yanqui en nuestra región, ya sea que las mismas fueran perpetradas por fuerzas mercenarias, compañías comerciales o directamente por tropas de línea.
En lo que respecta a la Argentina, el 31 de diciembre de 1831 la USS Lexington desembarca en Puerto Soledad reduciendo a las legítimas autoridades de las Provincias Unidad del Río de la Plata y procede a saquear los recursos de la isla. Esta agresión fue la antesala de la ocupación británica de las Islas Malvinas en 1833.
Una década después, bajo el pretexto auxiliar a la fraudulenta y autoproclamada “República de Texas”, los Estados Unidos invaden y se anexiona en una guerra de tres años (1846-1848) prácticamente la mitad del territorio mexicanos. Los otrora territorios de Alta California, Nuevo México y Texas, pasaron a conformar los actuales estados yanquis de California, Nuevo México, Arizona, Nevada, Utah, Colorado y Wyoming.
Posiblemente, sea la ocupación de la Bahía de Guantánamo el caso más emblemático del colonialismo yanqui en la América Latina de nuestros días porque desde su inicio en 1898 su presencia en Cuba ni siquiera tiene que ver con algún tipo de desarrollo económico, aunque fuera espurio, que pudiera llegar a darle algún tipo de lógica racional. Sino, que, tan solo tiene que ver con el mantenimiento de una base naval y un centro de detención de la CIA.
Es tan larga la lista de intervenciones yanquis sobre América Latina que sería más breve escribir sobre aquellos lugares que no sufrieron algún tipo de agresión.
El despliegue de la hegemonía yanqui en América Latina fue construyendo su andamiaje institucional a lo largo de las Conferencias Panamericanas. Las cuales deben ser vistas como la antítesis del impulso libertario y de hermandad entre naciones impulsados por los Libertadores del siglo XIX. Y si los gobiernos oligárquicos argentinos se dedicaron a obstaculizar inicialmente el proyecto de Washington no fue por mantener una digna posición de soberanía política o antimperialista, sino que se debió a que sus intereses ya estaban comprometidos con el mercado inglés y la corona británica.
Triste realidad la de los terratenientes argentinos, de ayer y hoy, el debatirse entre ser la joya más preciada de la corona británica o el patio trasero del imperialismo yanqui.