Entrevistas

Crónica de un atentado anunciado y un quilombo que se anuncia sin parar

Gatillan frente a la cara de Cristina y el arma no dispara. Se transforma en magnicidio la efervescencia discursiva que alienta un proyecto político que destila odio al país y desprecio al pueblo que lo habita. No sólo tocaron a Cristina, dispararon en su cara. ¿Y el quilombo? Retórica que no repara en la necesidad de una contraofensiva política.

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El primer jueves de septiembre, cuando la dos veces presidenta de la Argentina, y actual vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner arribaba a su hogar en medio de una vigilia que se mantiene ante un pedido de condena en una de las tantas persecuciones judiciales montadas sobre el espacio político que representa, un hombre extrajo de entre sus ropas una pistola, la acerca a centímetros de su rostro y dispara.

La bala no sale, pero percute sobre un nervio social que se mantenía aplacado y explotó en movilización popular a lo largo y ancho del país.

La crónica policial pretenderá buscar responsables sobre los esquemas de seguridad, peritos que publicitan su oficio desfilarán dando cuenta de las razones por las que el disparo no salió de la pistola utilizada, y finalmente, los mediáticos de las ciencias médicas hablarán sobre el estado mental de un sujeto al que siquiera entrevistarán.

Pero no. El hombre que intentó el magnicidio sobre Cristina Kirchner no es un loco, y tampoco anda suelto por la vida. No es el lobo estepario que narrara en forma brillante Hermann Hesse.

La existencia de un tirador, es consecuencia directa de un proyecto político que desprecia al país, que odia al pueblo que lo habita, que fomenta el desprestigio sobre los liderazgos populares, que deshumaniza al rival político, que empuña el engaño como herramienta y utiliza el poder económico, mediático y judicial como herramienta de persecución y desprestigio de todo aquel proyecto que considera enemigo de sus intereses.

El extremo liberalismo hace otro tanto. El bastardeo sobre la organización social, el desmantelamiento de las experiencias comunitarias, el sacrificio de lo colectivo en el altar del éxito individual, suprimen en la acción personal los marcos de racionalidad que se imponen en toda comunidad como rasgo de convivencia o se atemperan en el sentido común que emana de las conclusiones colectivas. El liberalismo extremo enajena y forja irresponsables sociales.

Y el acostumbramiento a la democracia, aún ésta democracia de la que gozan algunos y la padecen unos cuentos. Esa que permite que cualquier idiota de ocasión sea capaz de tuitear impunemente cualquier barbaridad, o apenas ejecute una acción política para estremecer al rival con su exhibición obscena y provocadora.

Ni el periodismo que representa intereses económicos de las corporaciones que lo contratan, ni los representantes políticos de las minorías que no escatiman esfuerzo en seguir conservando sus privilegios, pueden desentenderse de la pistola en la cabeza de un liderazgo político como el que ejerce Cristina Kirchner.

Es el atentando mas previsible del que se pudiera tener noticia en la actualidad. Fue precedido de un destilado constante de odio y efusividad discursiva. Y aún así, nos hemos confiado de tal modo, que se transformó en inevitable.

 

Reflejos en la historia

El 28 de septiembre de 1951, Benjamín Menéndez, el brigadier Guillermo Zinny y el capitán de navío Vicente Baroja encabezaron un golpe de estado contra el general Juan Domingo Perón.  El 15 de abril de 1953 militantes de la UCR hicieron detonar dos bombas en la Plaza de Mayo mientras la CGT realizaba un acto. Murieron seis personas y más de 90 quedaron heridas, entre ellos 19 mutilados.

El 16 de junio de 1955, 300 personas fueron asesinadas tras el bombardeo ejecutado por militares y civiles en la Plaza de Mayo, con el objetivo -una vez mas- de matar a Perón.

El 31 de agosto de 1955, Perón pronunció un discurso que sería recordado por una célebre frase, pero que escondía lecciones aún mas profundas. Perón señalaba que tras una espiral de violencia desplegada por la anti patria que “nuestra inmensa paciencia y nuestra extraordinaria tolerancia, hicieron que no solamente silenciáramos tan tremenda afrenta al pueblo y a la nacionalidad, sino que nos mordiéramos y tomáramos una actitud pacífica y tranquila frente a esa infamia”. Y recordó que los enemigos del pueblo “Han contestado los dirigentes políticos con discursos tan superficiales como insolentes: los instigadores, con su hipocresía de siempre, sus rumores y sus panfletos. Y los ejecutores, tiroteando”.

La conclusión que asumía Perón en aquel entonces la resumió en una frase recordad que decía “¡cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos!” 16 días después, el golpe de estado fue inevitable y le sucedieron 18 años de proscripción. Pero el peronismo había definido su carácter por siempre, su voluntad de pelea se transformó en una marca indeleble del movimiento llamado a representar los intereses nacionales y a refrendar la voluntad más profunda de los humildes de la Patria.

El enemigo también reafirmaba su rincón de la historia. Instauró una revolución fusiladora que exoneró a los golpistas del 51, a los terroristas radicales del 53 y a los bombarderos del 55.

En Semana Santa de 1987, un levantamiento del teniente coronel Aldo Rico estremecía una frágil democracia que no parecía hacer pie. Alfonsín gobernaba el país con las intenciones de transformarse en una versión del radicalismo con pretensiones históricas y contó por entonces con el apoyo del conjunto del sistema político y una fuerte movilización popular para evitar la ofensiva golpista.

Alfonsín pronunció el famoso “La casa está en orden, felices Pascuas”. Como consecuencia de la claudicación, la ley de obediencia debida complementaría la impunidad celebrada en la ley de punto final.

La historia no se repite, siquiera como farsa. Pero vaya que deja lecciones indispensables para poder poner en dimensión las exigencias del devenir de un tiempo plagado de incertidumbres.

¿Acaso no se asienta en ese aprendizaje de la historia, en el acervo construido por el peronismo, en la significación del rincón de la historia que se ocupa, aquella frase que indica “si la tocan a Cristina, que quilombo se armar”?

Bueno, le gatillaron en la cabeza.

Quizás sea tiempo para poder definir con mayor nitidez de qué carajo hablamos cuando hablamos de quilombo. Ni para exagerar con un 5×1, ni para andar convocando al enemigo de la Patria a una paz social en la que no cree, y que termina por hablar mucho más de nuestra inocencia (o inconsciencia) que de la aptitud democrática de quien considera que a este país le andan sobrando humildes.

La contraofensiva política

El odio es un sentimiento repulsivo. No hay nada más irracional que el odio. Es tan irracional que una persona que sostiene que hay que eliminar los planes sociales en la Argentina, es capaz de oponerse a la fuerza política que está comenzando una auditoria sobre los programas sociales para meterle un recorte a la cantidad de beneficiarios.

Es tan insensato el odio que es capaz de repetir como idiotas la necesidad de suprimir impuestos y recortar el gasto público, y al mismo tiempo, enfrentar decididamente a un gobierno que está llevando adelante un ajuste considerable sobre el presupuesto nacional e incentivar grandes empresas con exenciones impositivas de todo tipo y color.

Y acá subyacen dos grandes problemas. Quien odia, también ama. Y quien ama, también odia, y no siempre las victorias son nítidas en el terreno de los sentimientos.

Pero más grave aún, es que el Frente de Todos no sea capaz de reafirmar su lugar en la historia, que  transite un tiempo en que la unidad se sostiene frente a los embates de los enemigos que terminan imponiendo su agenda en la política de gobierno que se ejecuta.

El Frente de Todos resulta una contradicción agónica y dolorosa en la que las fuerzas populares la defienden sin entender bien sobre que rincón de la política de gobierno se sostiene la defensa. Es una mochila de piedras que lastima cotidianamente la representación de una agenda popular en un país que necesita del peronismo en este tiempo de la historia.

El quilombo que se tiene que armar, implica que seamos capaces de reafirmar nuestro lugar en la historia. Que la pistola en la cabeza de Cristina, obtenga como respuesta política una férrea y sólida defensa de los intereses nacionales y populares desde la política de gobierno.

Una contraofensiva en la que seamos capaces de enfrentar a los grupos económicos que se sienten dueños de la riqueza que produce este país y siembran persecuciones y castigos sobre los liderazgos políticos que se atreven a cuestionarlos.

Una contraofensiva política que nos defina como aquella fuerza capaz de meter mano en un Poder Judicial que no sirve para nada y reformar integralmente una institución vetusta hacia la consolidación de un auténtico y genuino servicio de Justicia.

Que defienda tanto a nuestro pueblo humilde que sea capaz de tocarle la rentabilidad al puñado de empresas que explican en sus balances la insoportable inflación que azota los bolsillos de la mayoría. Una fuerza capaz de conquistar soberanía ahí donde nos duele la Patria, de conquistar independencia económica ahí donde se encuentran nuestros bienes comunes y de consolidar justicia social ahí donde habita un peligroso dolor social.

Plaza y después

Un nervio social que no se había despertado con el pedido de condena sobre Cristina Kirchner, reaccionó ayer con una impresionante movilización popular. Un pueblo en la calle reafirmó su rincón de la historia, mostró su voluntad de pelea y su capacidad de respuesta.

Y también se quedó perplejo ante la agraviante timidez de un documento que sólo augura esa extraña reafirmación de lo que no somos, no fuimos llamados a ser, ni lo que nuestro pueblo esperaba que sea.

Y ahí andaba, también en esa plaza, sin pudor, el entrevero de lo ajeno en filas propias, sacando cuentas electorales.

En medio de la crónica de un intento de magnicidio más anunciado que la mierda.