Con motivo de la incursión militar de Rusia en territorio de Ucrania, y a raíz del aluvión infernal de basura publicada por los medios corporativos de occidente, volvió a cobrar notoriedad aquella frase atribuida al dramaturgo griego Esquilo que señala que “la primera víctima de la guerra es la verdad”.
En la proclamada guerra contra la inflación, pasa algo más o menos parecido. La grandilocuencia del anuncio, y la escasez de herramientas de política pública para mostrar un umbral de eficacia que garantice precios accesibles para los alimentos en nuestro país, es una prueba contundente del tamaño del problema político que se enfrenta en esta compleja coyuntura.
7,5% reconoce el Indec que es el reflejo estadístico del aumento de los alimentos en febrero. 8,8% señala como aumento en el mayor aglomerado urbano del país.
Si Argentina no fuera el cuarto país del planeta con mayor superficie cultivable, según reconoce el propio Banco Mundial, el alza en los precios de los alimentos sería un problema económico derivado del alza de los precios internacionales de las materias primas.
Pero en la tierra donde se cultivan los granos que se destinan a exportación en millones de toneladas, el alza del precio de los alimentos, es un acto criminal desplegado por un puñado de grupos económicos extranjeros que controlan el comercio exterior y mantienen colonizada el conjunto de la cadena de producción y comercialización.
En 1933, el gobierno conservador de Justo creó la Junta Nacional de Granos, como herramienta de política pública para intervenir en la comercialización de granos y regular los precios en el mercado interno.
El 28 de mayo de 1946, bajo la órbita del Banco Central, fue creado el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI) con el objetivo de centralizar desde el Estado el conjunto del comercio exterior. En un escenario de post guerra, en el que los precios internacionales de los comodities volaban por los aires, Perón tomó la decisión soberana de asegurar los precios del mercado interno y distribuir la riqueza que se producía como excedente.
Desde aquella herramienta diseñada por los conservadores, pasando por la infinita sabiduría del General Perón para crear una herramienta eficaz para intervenir en una crítica situación global pero que implicaba una oportunidad histórica para la Argentina, se evidencia que la capacidad de intervención del Estado para regular la voracidad insaciable del mercado, ha retrocedido de una manera descabellada.
89 años después de la creación de la Junta Nacional de Granos, los límites de lo posible han arrinconado a la dirigencia política hacia el triste rol de andar pidiéndole permiso a los miserables para que dejen de condenar a la enorme mayoría de la población a un destino de miseria planificado.
76 años después del IAPI, un gobierno en nombre del peronismo asume como límite de lo posible para torcer el brazo de cinco empresas extranjeras que hegemonizan el comercio exterior de granos, subir unos puntos de retenciones para intentar desacoplar los precios internacionales del mercado interno.
La ausencia absoluta de coraje para enfrentar a los grupos económicos que controlan el comercio exterior, ya se verificaba cuando se retrocedía irremediablemente sobre la decisión de expropiar a la empresa Vicentín para construir una empresa pública testigo para intervenir en la comercialización de granos.
Aún peor, en medio de la pretendida guerra contra la inflación, la semana pasada el directorio de Vicentin presentó a sus accionistas una oferta de reestructuración que fue aprobada por mayoría: Molinos Agro (del grupo Pérez Companc), la Asociación de Cooperativas Argentinas (ACA) y Viterra Argentina (filial de la multinacional Glencore) se quedarían con el 95% de la cerealera.
Los propietarios de la tierra en la Argentina arriendan a los productores. Vuela una granada en Kiev y aumentan los arriendos sin capacidad de regulación alguna por el Estado Nacional. Se impone restricción de exportaciones y terminan perdiendo los molinos que abastecen el mercado interno, sin que el Estado pueda resolver uno sólo de los conflictos derivados de la profunda desigualdad con la que se integran las cadenas productivas del país.
Se anuncia una guerra contra la inflación, que pretendidamente llevará adelante el gobierno nacional, 24 horas después que la empresa estatal YPF satisface los deseos de las corporaciones petroleras privadas y aumenta el precio de los combustibles en el mercado interno, como acto reflejo del alza internacional de precios.
Todas las semanas se anuncia un récord distinto de producción en Vaca Muerta, pero en la empresa pública es vanguardia en la aceleración de los precios en un país donde el transporte terrestre hegemoniza la logística de abastecimiento del mercado interno. ¿Con qué cara se puede anunciar la vocación de enfrentar el ciclo inflacionario del país?
En medio del desierto ideológico que atraviesa a la dirigencia política que ocupó la función pública como consecuencia de la voluntad política traducida en votos por la mayoría popular que sufre las consecuencias de sus acciones, las balbuceantes justificaciones que acompañaron la aprobación del acuerdo con el FMI, terminan por constituir un punto de inflexión para una porción importante de pueblo que suscribió un contrato electoral que está siendo pisoteado de una manera peligrosa.
Arturo Jauretche enseñaba que la política, en su esencia, es la disputa por el excedente económico. Los resultados de la distribución de ese excedente, son los que terminan por demostrar, sin eufemismo y en forma cruda, qué intereses económicos, sociales y políticos terminan representando cada quien.
No por nada un fuerte latiguillo en la campaña electoral que depositó en el gobierno al Frente de Todos rezaba que las jubilaciones y los salarios se iban a recuperar cuando desmanteláramos la estafa de las Leliq. Promediando dos años y cuatro meses de gobierno, las Leliq se triplicaron y cuatro millones de jubilados cobran 32 lucas por mes.
Es un testimonio en carne viva, plagado de cicatrices, en el que se demuestra cómo se distribuye la guita en este país y por añadidura, los intereses que se terminan representando, o por convicción, o por cobardía.
El inmenso dolor social que viene atravesando nuestro pueblo desde hace seis años, en el que la inflación acumula 740% y los ingresos populares vienen perdiendo por goleada, exige de respuestas políticas que no soportan un segundo más el título rutilante, pero carente de eficacia.
La descomunal apatía social con la que nuestra gente vive el ritmo de la coyuntura política, exige con premura que la dirigencia abandone esa bobera crónica de andar posando para la foto y viviendo anuncios de ocasión como una fiesta de cumpleaños en la que sólo aplauden los que comparten su repertorio.
La crisis de legitimidad que atraviesa el Frente de Todos, no es un problema del desencuentro entre dirigentes. Esa explicación sólo puede satisfacer los oídos de una clase política que no puede despegar la nariz de su propio ombligo. Se trata de un problema profundo de vaciamiento ideológico que pretende hacer creer que se impone la cultura del pragmatismo, como una suerte de madurez frente al infantilismo de las convicciones.
La postergación de los intereses de nuestro pueblo, el abandono de una agenda soberana al asumir el compromiso de cogobierno con el FMI por las próximas décadas, son explicaciones más honestas del actual retroceso, que pensar que los gérmenes de una derrota se construyen en los debates internos que protagoniza la militancia.
No le sobran debates al movimiento nacional, muy por el contrario, le andan faltando en demasía, porque en definitiva, la política no es propiedad de los que se sienten propietarios de los cargos que ostentan, y quizás en ello, afinque una cuota parte de las razones de la crisis de legitimidad que se atraviesa en éste tiempo.
“Le prometían todo y no le daban nada. Entonces yo empleé un sistema distinto. No prometer nada y darles todo. En vez de la mentira, decirles la verdad. En vez del engaño, ser leal y sincero y cumplir con todo el mundo” enseñaba alguna vez Juan Domingo Perón. Quizás para empezar a reconstruir el cariño con el pueblo, habría que abandonar la idea de contradecirlo todo el tiempo.