Opinión

Por Alberto Lettieri, historiador

Evita: Ayer, hoy y siempre

Entre el 22 y el 31 de agosto de 1951 se produjo el celebre “renunciamiento” de Evita. Para los mas de dos millones que habían asistido al Cabildo Abierto del Justicialismo, la decisión de Evita renovaba y profundizaba la decepción. Para Juan Domingo Perón, en cambio, parecía ser la garantía de que las presiones que había estado sufriendo se aflojarían.

Para Evita significaba quizá la toma de conciencia de los limites de lo posible en el modelo de conducción de su compañero, y ello llegaba en medio de la enfermedad y el dolor.

Algunos días después, las cartas volverían a repartirse. El General Menéndez encabezo el 28 de septiembre un Golpe de Estado fallido: la política del renunciamiento, inducida por Perón, no era la más adecuada frente a un adversario que se envalentonó al ver que el movimiento nacional y popular cedía posiciones. Evita ya lo había comprendido desde hacia tiempo, y eso le hizo afirmar que  el “peronismo será revolucionario o no será nada”. Coherente con esto, inmediatamente adquirió armas para proveer a los obreros y sostener la revolución peronista.

Esas armas nunca llegaron a los obreros: Perón decidió entregarlas inmediatamente Ejército.  Inmediatamente la salud de Evita termino de declinar, para finalmente fallecer el 26 de julio. Y una multitud que jamás reunida  hasta entonces se movilizo, a lo largo de 14 días, para participar de sus inacabables funerales. 

 

Ya nada sería igual. Mientras el pueblo clamaba por la canonización de su “hada rubia”, “Santa Evita”, la autoridad de Perón fue declinando, para conducirlo finalmente al camino del exilio. Correlativamente, las pintadas de “viva el cáncer” adornaron los muros porteños, expresión de una oposición cínica e hipócrita que celebraba el fin de los días revolucionarios del peronismo, o al menos se entusiasmaba con que fuese asi.

 

¿Por que Evita despertaba esos sentimientos tan encontrados? ¿Por que razón el pueblo exigía su canonización, mientras que la reacción agradecía al cáncer y no cesaba en sus tradicionales cuestionamientos morales? Ensayar una respuesta más compleja y fundada nos requeriría escribir un ensayo mucho más amplio, por lo que realizare un reduccionismo un tanto salvaje: Evita fue el componente revolucionario en la construcción histórica del peronismo. En tanto Perón era el estratega, el ideólogo, el pragmático, Evita era la llama que encendía los espíritus y convocaba a la lucha.

 

Esta afirmación no implica una devaluación del papel de Perón en la construcción del peronismo, ni mucho menos. Pero había una diferencia sustancial. A regañadientes, provisoriamente o como fuere –incluso a menudo de manera póstuma-, Perón podía llegar a ser aceptado por el establishment. Si bien había implementado reformas laborales fundamentales, siempre subrayó que de ese modo se alejaba el fantasma del comunismo que recorría a Europa y a buena parte del mundo de posguerra. Sus insumos ideológicos se ubicaban en el cristianismo, la doctrina social de la Iglesia, el New Deal, el intervencionismo estatal europeo de entreguerras, el socialismo reformista…. Antecedentes respetables a ojos de la oposición, aunque su síntesis argentina fuese francamente aborrecida. Su lealtad al Estado y a las instituciones nacionales era indudable. Perón había desistido de presentarse como un dirigente obrero, reclamando en cambio el rol arbitral en el proceso de construcción de un nuevo orden y de redistribución de los bienes sociales. No cuestionaba la propiedad privada, aunque la disciplinaba en el marco de la comunidad organizada. Y a pesar de todo esto, mientras Evita era aun la actriz Eva Duarte, Perón seria representado por sus opositores como un Satanás dispuesto a corroer su paraíso de privilegios.  

 

Pero cuando la actriz Eva Duarte comenzó a convertirse en “Evita”, a la vuelta de su gira como “Dama de la Esperanza”, la reacción se aplicó a demonizarla. Para esa oposición hipócrita y conservadora, el coctel de una hija natural, de moral “dudosa”, que no había olvidado sus orígenes humildes tras su llegada al estrellato, que vivenciaba y denunciaba de manera sanguínea y primitiva cada una de las vejaciones, de las postergaciones, de las miserias a las que los trabajadores habían sido sometidos antes del peronismo, que se preocupaba por ancianos, niños, madres solteras, presidiarios, enfermos y marginales, del voto femenino y de la salud y del techo de los mas debiles, dignificándolos como sujetos de derecho, era absolutamente inaceptable. 

 

Para esas clases propietarias, Perón seria la expresión de un orden peligroso, de un Estado interventor y multiplicado en beneficio de los desposeídos, que venia a reemplazar a aquel otro Estado creado por la generación del 80 como instrumento de las clases acomodadas. Pero, pese a todo, Perón era aun la encarnación de  un orden institucional, estatal, con constitución –aunque no fuera la “sagrada” carta de 1853-, con garantías a la propiedad, con un Ejercito que lo referenciaba y le marcaba condiciones de posibilidad. Evita, en cambio, era la barbarie, la “resentida”. Era la acción directa, inmediata, que obraba a nombre de una justicia primitiva, del derecho a la vida y a la igualdad. Evita era lo imprevisible. Y lo imprevisible siempre genera desvelos en aquellos que tienen algo para perder, o que no están seguros de sus merecimientos.

 

Naturalmente, su sinceridad brutal, su compromiso con un derecho natural, su desprecio por la burocracia –implementando al pie de la letra el consejo brindado en durante su gira europea por el futuro Juan XXIII-  no podía ser digerida por las  clases medias y altas “educadas” de la ciudad de Buenos Aires, y de otras ciudades prodigas del país. 

Y no puede serlo aun ahora, 60 años después de su desaparición física, por lo que ante cada reivindicación o medida en beneficio de los intereses de la mayoría o del patrimonio nacional, esas mismas clases conservadoras urbanas “redescubren” la vigencia de ese espíritu inmortal de Evita y se muestran dispuestas a enterrarlo para siempre,  apelando al sufragio reaccionario o sus flamantes cacerolas de teflón, señales  inequívocas de que el odio social sigue vivo y bien alimentado en el reducto de las cabecitas rubias.