Por Javier Calvo
El presidente está decidido a cumplir sus promesas de campaña, lo antes posible. Y en ese camino se incluyen iniciativas polémicas e independientes de la necesidad y de la urgencia.
La sobreactuación de la supuesta reconciliación con la vicepresidenta Victoria Villarruel. La nominación a la Corte Suprema del juez Ariel Lijo. La participación de los militares en tareas de seguridad interior. La intervención oficial en la memoria colectiva del 24 de marzo. El inevitable e inminente cierre de la TV Pública. El Gobierno acelera en estos últimos días de marzo medidas o acciones controversiales que lo ratifican como el contralor esencial de la agenda.
Semejante nivel de exposición podría entenderse desde diferentes explicaciones. Una de ellas, que emana del propio oficialismo, es que la devastación heredada es de tal magnitud que se hace imperioso moverse con velocidad y contundencia. El famoso shock, que excede lo económico.
Otro argumento libertario es que Javier Milei está decidido a cumplir sus promesas de campaña, lo antes posible. Y en ese camino se incluyen iniciativas polémicas e independientes de la necesidad y de la urgencia. La tan meneada batalla cultural.
La base de sustentación para tamaña cantidad de anuncios y decisiones, siempre según el prisma gubernamental, es que el contrato electoral y político de Milei está firmado directamente con la sociedad. Un vínculo directo, más allá de corporaciones y castas. Y hay que responder a ello.
Convendría aclarar que ese purismo luce alejado de la realidad, en ciertas ocasiones. Por caso, la propuesta oficial para ascender al máximo tribunal del país a Lijo, el juez federal más casta que hay, con varias investigaciones sobre su patrimonio y manejos poco claros frenados desde hace lustros en el Consejo de la Magistratura. Ante el silencio atroz del peronismo, de la UCR y del PRO, resuenan las alertas de organizaciones empresarias insospechadas de ser opositoras al Gobierno, como AmCham e IDEA.
Con ese mismo ánimo provocador, aunque de mayor densidad “cultural”, el Gobierno promocionó el mismo día de la conmemoración del golpe militar de 1976 su versión de “memoria completa”. Al omitir la represión ilegal, las desapariciones, las torturas y el robo de bebés, esta nueva administración del Estado intentó instalar el relato de que se llegó a la dictadura producto del terrorismo guerrillero. Otra vez la teoría de los dos demonios, ya desechada una y otra vez por la justicia argentina, en una jurisprudencia que es referencia global.
Voces oficialistas reconocen que algunas de estas ideas lanzadas pueden salir o no, como ocurrió con la ley ómnibus original. El recurso es culpar a la casta, que se niega a los cambios que votó la mayoría de la sociedad, en vez de admitir que hay asuntos que se tiran en público para ver qué pasa (“si sale, sale”).
Otra opción bajo el brazo es la estrategia de la cortina de humo que disimule en la conversación pública el impacto sideral del ajuste económico. Por caso, a las idas y vueltas de la movilidad jubilatoria, papelones incluidos, sobreviene el anticipo de que se cambiará el nombre del Centro Cultural Kirchner. No se sabe por cuál, obvio. De eso se trata.
En la teoría de la comunicación se analiza un clásico axioma que invita a pensar cómo ocultar un elefante en un ámbito reducido. La consabida respuesta es llenar ese lugar de elefantes. El Presidente y sus asesores, empezando por el multifacético Santiago Caputo, parecen haber incorporado esa máxima.