Opinión

Es una reliquia colonial ruritana*

Referéndum Malvinas: Esto no es autodeterminación

El voto a favor de la dominación británica en el referéndum de Malvinas evade el punto. Es hora de negociar un acuerdo con Argentina.

 

Seumas Milne. Traducción de Ana Vallorani

Siempre que hay un 99,8% voto a favor en un referéndum, es bastante seguro apostar a que algo raro está pasando. Y a pesar de la insistencia de David Cameron de que el estilo de votación norcoreano en las Islas Falkland –Malvinas debe ser tratado con «reverencia», esta regla general encaja a la perfección en este caso.

 

Lo cual no quiere decir que las urnas fueron rellenadas. No hay duda de que 1.514 residentes de la isla realmente votaron a favor de continuar bajo la dominación británica. La única sorpresa fue que tres isleños se atrevieron a arruinar los coros conmovedores de “Tierra de esperanza y gloria” (canción patriótica británica), votando en contra.

 

Es que la votación tenía una conclusión inevitable y estuvo diseñada para perder el objetivo completo de la disputa de Gran Bretaña con Argentina sobre las islas; que comenzó hace 180 años cuando uno de los barcos de guerra de Lord Palmerston se apoderó de ellas y expulsó al gobierno argentino.

 

¿Qué otro resultado posible podría esperarse si el futuro de las islas se pone en manos de la pequeña población de colonos británicos, la mayoría de los cuales no han nacido allí, pero están subvencionados por una suma de £ 44.856 (67.124 dólares) por cabeza para mantenerlos en el rodesiano estilo retro al que están acostumbrados?

 

Al dar a los colonos un veto sobre cualquier cambio en el estatus de las islas, el gobierno británico está tratando de anticiparse a la cuestión central del conflicto. Pero no va a ser reconocido por la Argentina o América Latina o África, o la ONU – que se refiere a esta reliquia del imperio como un problema de descolonización – o los EE.UU., que es neutral en el conflicto. Todos llaman a las negociaciones sobre la soberanía, que Gran Bretaña rechaza.

 

Pero seguro que los isleños tienen derecho a la libre determinación, se ha argumentado, incluso si están a 480 km de Argentina y al otro lado del mundo de Gran Bretaña. Sin duda tienen derecho a la protección de sus intereses y su forma de vida, y al autogobierno. Pero el derecho a la libre determinación depende de quién está decidiendo el futuro de que territorio; y puesto que la disputa es sobre si las islas son parte de la Argentina o no, es también acerca de quién debe ejercer ese derecho.

 

La libre determinación exige un pueblo independiente reconocido y viable, por lo que la ONU ha rechazado su aplicación en las islas. Es evidente que los habitantes de, por decir, los Wallops en Hampshire, con una población de tamaño similar a las Falklands-Malvinas, no pueden ejercer ese derecho. Tampoco puede la colonización forzada de tierras ajenas legitimar la autodeterminación; si no los colonos israelíes en los territorios ocupados de Cisjordania tendrían derecho a decidir el futuro del territorio palestino.

 

De hecho, los gobiernos de Gran Bretaña sólo desarrollaron el gusto por la autodeterminación después de haber sido obligados a abandonar la mayor parte de su imperio y encontraron así una manera de aferrarse a enclaves colonizados de poblaciones dependientes en lugares como Gibraltar e Irlanda del Norte.

 

Pero esto siempre ha sido un asunto de selección y mezcla: no hubo votación de autodeterminación para el pueblo de Hong Kong o de las Islas Chagos, expulsado por los británicos hace cuatro décadas para dar paso a una base aérea estadounidense en Diego García. Hay reglas diferentes, al parecer, para los blancos.

 

Aun así, sucesivas administraciones británicas estuvieron dispuestas a negociar con la Argentina sobre las Malvinas-Falkland – incluyendo la soberanía de las islas – desde mediados de 1960 hasta 1982. Pero desde la guerra de las Malvinas, su legado ha consolidado un insostenible absurdo ruritano de más de 100 millones de dólares al año en el Atlántico sur.

 

La derrota de la junta ayudó a liberar a la Argentina de una feroz dictadura apoyada por Occidente. Pero el éxito militar fue un desastre para Gran Bretaña, rescatando a Margaret Thatcher de las profundidades de la impopularidad para desencadenar la devastadora terapia de choque neoliberal, y la rehabilitación de las aventuras militares en el extranjero (que se completó con los crímenes de guerra poco informados, como el asesinato de prisioneros argentinos).

 

El escritor argentino Jorge Luis Borges famosamente desestimó la guerra como una «lucha entre dos hombres calvos por un peine». Una generación más adelante, el descubrimiento de grandes depósitos potenciales de petróleo y gas alrededor de las islas, el desarrollo de la pesca y la importancia creciente de las rutas marítimas antárticas han cambiado la imagen.

 

La creencia política popular durante mucho tiempo tras la guerra de 1982, en la que más de 900 personas perdieron la vida, ha sido que ningún político británico podría abarcar ni siquiera un indicio de compromiso sobre las Islas Malvinas. Pero la mano de la Argentina es más fuerte de lo que parece. Para explotar los yacimientos de hidrocarburos a gran escala se depende del acceso a la parte continental argentina; como así también para un verdadero desarrollo de la economía insular.

 

La negativa británica a negociar con la Argentina democrática – cuando estaba feliz de dialogar con los dictadores del país – no tiene apoyo internacional significativo: mucho menos en América Latina, que ha estado en auge desde hace una década, mientras que Gran Bretaña y las economías de Europa están en retroceso.

 

Las opciones para el compromiso han sido sometidas a debate por muchos años, incluyendo la soberanía conjunta, la co-administración y el retro- arriendo o leaseback. Una solución negociada se corresponde con los intereses de Gran Bretaña, Argentina; y los isleños. Cuanto antes se anuncie la saga de Malvinas con nuevo traje de emperador, mejor para todos nosotros.

 

*Nota de T: en alusión a Ruritania, país ficticio de Europa central y escenario de tres novelas de Antony Hope en la década de 1890.

 

Fuente: The Guardian, Reino Unido